ubicaron hasta mi recamara que estaba en la segunda planta. Cuando me disponía a levantar la punta de la sabana me rozaron con sus manos que me sabían a suavidad de algodón. Confieso que no los vi i le preste la menor importancia. Creía que solo eran divagaciones mías o tal vez meras sombras que uno imagina cuando esta solo. Pero era nada mas que eso. Puras divagaciones. Ya la noche empezaba a apoderarse de su color. Aunque las estrellas fugases aparecían de cuando en cuando y de lucero en lucero. Hacían ya unas horas que me encontraba profundamente dormido. Alcanzaba un subido sopor entre el sueño y la vigilia. La recamara estaba a oscuras. Durante el sueño una docena de hombrecillos de ojos azules hormigueaban a mi alrededor. Los alcance a ver vestidos de ropones amarillos que parecían muñecos de peluche. Unas vocecillas leves, muy agudas empezaron a llenarse en mi cuarto de dormir. En un santiamén se fueron sobre los sillones y tomaron asiento con mucho alboroto. Aquellos ruidos me despertaron con rapidez. Tuve miedo... temor. Pronto prendí la lampara de noche, y ¡Sorpresa mía!, unos seres menudos nos rodeaban. Eran, si.. los mismos duende amarillos, que hacia poco durante mi sueño, los vi desenvolverse. Los mismos ruidos que habían estado produciendo acabaron con mi asombro. Curiosamente habían rozado el piano con sus delitos traviesos. El mas chiquitín, acercándose hacia mi almohada me rozo el hombro con sus antenas. Claro esta que acabo asustándome. Sin embargo, el color de mi rostro no había cambiado en absoluto. El miedo que había sentido en los primeros momentos desapareció por encanto. Leves, tiernos, graciosos y frágiles, me parecieron agradables que pensé tocarlos con ternura. Pero claro, ellos también se asustaron de mi con sabia timidez. Ya estaban por desbandarse, cuando le pedí que no se alejaran de mi lado. Comprendí que sus formas movedizas eran bastante inofensivos. Entre satimbanquis y volteretas los duendes se volvieron alegremente hacia mi recamara, con la misma familiaridad con que ellos habían llegado. La noche empezó para mi a ser curiosa o inolvidable. Creo que para complacerme del todo, hicieron molinetes cirquenses, saltos mortales en el aire, delicias de atrapa bolas, jugueteos, ejercicios atrayentes, en fin... ofrecían un cuadro preciosos y mágico. ¡Que gran colorido extraño el de sus travesuras! El zumbido de una mosca quiso distraer mis oídos, pero no lo consiguió. Yo estaba sumamente distraído con todos los juegos que ellos brindaban. Cada cual movía sus antenas como mejor les pareciera. Se diría que eran tillatos de luz fulgente. Con luces propias y características se dispersaban en emanaciones amarillas por todos los rincones del dormitorio. Que raro me gustaron tanto sus antenas, que sin darme cuenta, habían apagado la única lampara de noche. Pero no fue así. Aprecie en cambio unas luces intensas... fluían interminables. Con enormes carcajadas relance de mi supuesta alegría. Sus cuerpos luminosos parecían personajes de una juguetera navideña. Pude observar que detrás de la ventana de mi recamara, la noche llegaba su plenitud y hasta era invadido por luciérnagas y heliotropos. En la recamara , caramba, yo también sentirme parte de ellos. Los presentí. Sus enormes alas de cristal empezaron a desplegarse esas mariposas libres y divertidas. Y se apoderaron con delirio de una danza muy extraña. Hicieron círculos concéntricos, tensos y luminosos. Había un gran contento en sus rostros. Sus canciones guturles -que no alcanzaba a comprender- me hicieron levitar gozosamente sobre la noche. Me tomaron del brazo y tocando sus manitas con muchas firmeza comencé a danzar, imitándolos. Al principio mi timidez se dejo sentir, pero a los pocos segundos y estaba contagiado con esa alegría incontenible, dueña del piano, uno de los duendes, dejo escuchar una fugas oritales en alegre esparcimiento. La alegría casi increíble de sus bailes extraños aparatosos me llenaron de gozo; tanto o mas, que estos duraron horas, horas y horas. El sol ya reapareció por la ventana nítidamente. Aquel rey dorado de cristal, soltaba su carcajada de naranja mañanera. Quise ver el sol por curiosidad. Y desprendiéndome de sus manitas me acerque al vitral de la ventana. Cuando volví hacia ellos. Vi que huían presurosos y alegres. A lo lejos, detrás de los jardines sus orejas menudas se perdían en un adiós que nunca comprendí si eran de tristeza o alegría. Nunca supe la razón de sus fugas. Por los mangales y los sarmientos de uvas se fueron quedado entre sus hojas. Y me quede contemplándolo. Nuevamente solo. Pero ya era de mañana. Sin dejar de salir de mi asombro tome mis ropas y me dispuse a poner finalmente la corbata y luego el saco. Baje dese la recamara hacia el primer piso.
Los duendes Amarillos
Lo vi por la ventana. No se si eran sus orejas lo que se asomaban . Mosquitos silenciosos eran espantados por detrás de sus sombras. Me llamo poderosamente la atención sus luminosos labios de mora. Median mas o menos cincuenta centímetros de estatura. Sin darme cuenta, repentinamente se
ubicaron hasta mi recamara que estaba en la segunda planta. Cuando me disponía a levantar la punta de la sabana me rozaron con sus manos que me sabían a suavidad de algodón. Confieso que no los vi i le preste la menor importancia. Creía que solo eran divagaciones mías o tal vez meras sombras que uno imagina cuando esta solo. Pero era nada mas que eso. Puras divagaciones. Ya la noche empezaba a apoderarse de su color. Aunque las estrellas fugases aparecían de cuando en cuando y de lucero en lucero. Hacían ya unas horas que me encontraba profundamente dormido. Alcanzaba un subido sopor entre el sueño y la vigilia. La recamara estaba a oscuras. Durante el sueño una docena de hombrecillos de ojos azules hormigueaban a mi alrededor. Los alcance a ver vestidos de ropones amarillos que parecían muñecos de peluche. Unas vocecillas leves, muy agudas empezaron a llenarse en mi cuarto de dormir. En un santiamén se fueron sobre los sillones y tomaron asiento con mucho alboroto. Aquellos ruidos me despertaron con rapidez. Tuve miedo... temor. Pronto prendí la lampara de noche, y ¡Sorpresa mía!, unos seres menudos nos rodeaban. Eran, si.. los mismos duende amarillos, que hacia poco durante mi sueño, los vi desenvolverse. Los mismos ruidos que habían estado produciendo acabaron con mi asombro. Curiosamente habían rozado el piano con sus delitos traviesos. El mas chiquitín, acercándose hacia mi almohada me rozo el hombro con sus antenas. Claro esta que acabo asustándome. Sin embargo, el color de mi rostro no había cambiado en absoluto. El miedo que había sentido en los primeros momentos desapareció por encanto. Leves, tiernos, graciosos y frágiles, me parecieron agradables que pensé tocarlos con ternura. Pero claro, ellos también se asustaron de mi con sabia timidez. Ya estaban por desbandarse, cuando le pedí que no se alejaran de mi lado. Comprendí que sus formas movedizas eran bastante inofensivos. Entre satimbanquis y volteretas los duendes se volvieron alegremente hacia mi recamara, con la misma familiaridad con que ellos habían llegado. La noche empezó para mi a ser curiosa o inolvidable. Creo que para complacerme del todo, hicieron molinetes cirquenses, saltos mortales en el aire, delicias de atrapa bolas, jugueteos, ejercicios atrayentes, en fin... ofrecían un cuadro preciosos y mágico. ¡Que gran colorido extraño el de sus travesuras! El zumbido de una mosca quiso distraer mis oídos, pero no lo consiguió. Yo estaba sumamente distraído con todos los juegos que ellos brindaban. Cada cual movía sus antenas como mejor les pareciera. Se diría que eran tillatos de luz fulgente. Con luces propias y características se dispersaban en emanaciones amarillas por todos los rincones del dormitorio. Que raro me gustaron tanto sus antenas, que sin darme cuenta, habían apagado la única lampara de noche. Pero no fue así. Aprecie en cambio unas luces intensas... fluían interminables. Con enormes carcajadas relance de mi supuesta alegría. Sus cuerpos luminosos parecían personajes de una juguetera navideña. Pude observar que detrás de la ventana de mi recamara, la noche llegaba su plenitud y hasta era invadido por luciérnagas y heliotropos. En la recamara , caramba, yo también sentirme parte de ellos. Los presentí. Sus enormes alas de cristal empezaron a desplegarse esas mariposas libres y divertidas. Y se apoderaron con delirio de una danza muy extraña. Hicieron círculos concéntricos, tensos y luminosos. Había un gran contento en sus rostros. Sus canciones guturles -que no alcanzaba a comprender- me hicieron levitar gozosamente sobre la noche. Me tomaron del brazo y tocando sus manitas con muchas firmeza comencé a danzar, imitándolos. Al principio mi timidez se dejo sentir, pero a los pocos segundos y estaba contagiado con esa alegría incontenible, dueña del piano, uno de los duendes, dejo escuchar una fugas oritales en alegre esparcimiento. La alegría casi increíble de sus bailes extraños aparatosos me llenaron de gozo; tanto o mas, que estos duraron horas, horas y horas. El sol ya reapareció por la ventana nítidamente. Aquel rey dorado de cristal, soltaba su carcajada de naranja mañanera. Quise ver el sol por curiosidad. Y desprendiéndome de sus manitas me acerque al vitral de la ventana. Cuando volví hacia ellos. Vi que huían presurosos y alegres. A lo lejos, detrás de los jardines sus orejas menudas se perdían en un adiós que nunca comprendí si eran de tristeza o alegría. Nunca supe la razón de sus fugas. Por los mangales y los sarmientos de uvas se fueron quedado entre sus hojas. Y me quede contemplándolo. Nuevamente solo. Pero ya era de mañana. Sin dejar de salir de mi asombro tome mis ropas y me dispuse a poner finalmente la corbata y luego el saco. Baje dese la recamara hacia el primer piso.
Al llegar al comedor encontré a mi madre muy hacendosa. Le alcance un besi en la mejilla. Ella se dispuso a recibirme con el desayuno puesto a la mesa. Vaya agradable coincidencia. Sobre la mesa, un enorme postre de gelatina amarilla iluminaba mi rostro.
ubicaron hasta mi recamara que estaba en la segunda planta. Cuando me disponía a levantar la punta de la sabana me rozaron con sus manos que me sabían a suavidad de algodón. Confieso que no los vi i le preste la menor importancia. Creía que solo eran divagaciones mías o tal vez meras sombras que uno imagina cuando esta solo. Pero era nada mas que eso. Puras divagaciones. Ya la noche empezaba a apoderarse de su color. Aunque las estrellas fugases aparecían de cuando en cuando y de lucero en lucero. Hacían ya unas horas que me encontraba profundamente dormido. Alcanzaba un subido sopor entre el sueño y la vigilia. La recamara estaba a oscuras. Durante el sueño una docena de hombrecillos de ojos azules hormigueaban a mi alrededor. Los alcance a ver vestidos de ropones amarillos que parecían muñecos de peluche. Unas vocecillas leves, muy agudas empezaron a llenarse en mi cuarto de dormir. En un santiamén se fueron sobre los sillones y tomaron asiento con mucho alboroto. Aquellos ruidos me despertaron con rapidez. Tuve miedo... temor. Pronto prendí la lampara de noche, y ¡Sorpresa mía!, unos seres menudos nos rodeaban. Eran, si.. los mismos duende amarillos, que hacia poco durante mi sueño, los vi desenvolverse. Los mismos ruidos que habían estado produciendo acabaron con mi asombro. Curiosamente habían rozado el piano con sus delitos traviesos. El mas chiquitín, acercándose hacia mi almohada me rozo el hombro con sus antenas. Claro esta que acabo asustándome. Sin embargo, el color de mi rostro no había cambiado en absoluto. El miedo que había sentido en los primeros momentos desapareció por encanto. Leves, tiernos, graciosos y frágiles, me parecieron agradables que pensé tocarlos con ternura. Pero claro, ellos también se asustaron de mi con sabia timidez. Ya estaban por desbandarse, cuando le pedí que no se alejaran de mi lado. Comprendí que sus formas movedizas eran bastante inofensivos. Entre satimbanquis y volteretas los duendes se volvieron alegremente hacia mi recamara, con la misma familiaridad con que ellos habían llegado. La noche empezó para mi a ser curiosa o inolvidable. Creo que para complacerme del todo, hicieron molinetes cirquenses, saltos mortales en el aire, delicias de atrapa bolas, jugueteos, ejercicios atrayentes, en fin... ofrecían un cuadro preciosos y mágico. ¡Que gran colorido extraño el de sus travesuras! El zumbido de una mosca quiso distraer mis oídos, pero no lo consiguió. Yo estaba sumamente distraído con todos los juegos que ellos brindaban. Cada cual movía sus antenas como mejor les pareciera. Se diría que eran tillatos de luz fulgente. Con luces propias y características se dispersaban en emanaciones amarillas por todos los rincones del dormitorio. Que raro me gustaron tanto sus antenas, que sin darme cuenta, habían apagado la única lampara de noche. Pero no fue así. Aprecie en cambio unas luces intensas... fluían interminables. Con enormes carcajadas relance de mi supuesta alegría. Sus cuerpos luminosos parecían personajes de una juguetera navideña. Pude observar que detrás de la ventana de mi recamara, la noche llegaba su plenitud y hasta era invadido por luciérnagas y heliotropos. En la recamara , caramba, yo también sentirme parte de ellos. Los presentí. Sus enormes alas de cristal empezaron a desplegarse esas mariposas libres y divertidas. Y se apoderaron con delirio de una danza muy extraña. Hicieron círculos concéntricos, tensos y luminosos. Había un gran contento en sus rostros. Sus canciones guturles -que no alcanzaba a comprender- me hicieron levitar gozosamente sobre la noche. Me tomaron del brazo y tocando sus manitas con muchas firmeza comencé a danzar, imitándolos. Al principio mi timidez se dejo sentir, pero a los pocos segundos y estaba contagiado con esa alegría incontenible, dueña del piano, uno de los duendes, dejo escuchar una fugas oritales en alegre esparcimiento. La alegría casi increíble de sus bailes extraños aparatosos me llenaron de gozo; tanto o mas, que estos duraron horas, horas y horas. El sol ya reapareció por la ventana nítidamente. Aquel rey dorado de cristal, soltaba su carcajada de naranja mañanera. Quise ver el sol por curiosidad. Y desprendiéndome de sus manitas me acerque al vitral de la ventana. Cuando volví hacia ellos. Vi que huían presurosos y alegres. A lo lejos, detrás de los jardines sus orejas menudas se perdían en un adiós que nunca comprendí si eran de tristeza o alegría. Nunca supe la razón de sus fugas. Por los mangales y los sarmientos de uvas se fueron quedado entre sus hojas. Y me quede contemplándolo. Nuevamente solo. Pero ya era de mañana. Sin dejar de salir de mi asombro tome mis ropas y me dispuse a poner finalmente la corbata y luego el saco. Baje dese la recamara hacia el primer piso.